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2

I

Ulises Gómez Vázquez

 

 

 

Quimeras

 

 

 

Nubes de colores persona me dopan por la mañana,

Preguntan silencio, vomitan pendejadas, lúgubres y

Oníricas muecas salen de su retrete, se columpian

Se besan en estructuras piel metálica.

 

Preguntan mi existir como abejas otoñales, van y vienen

No se cansan de ver a los locos transeúntes rodeados

Por amarillas sombrillas en los espejos de su propia

Carne.

 

Y ahí están en su fugaz eternidad, los blancos

Fantasmas, los verdes deseos, los oceánicos mapas

Con sinfín de palabras a la vuelta de una sucia esquina,

Ebrias, violadas, placeras, locas en la larga noche color

Alfombra, en un tiempo inexacto de cualquier vida.

 

Escribiendo para ti, para mí, tejiendo sus alas en silencio

Desde su múltiple existir, aúlla carne de manicomio,

Devora manzanas, bebe cuervos sentado en esa nube

Que se torna como un demonio de madrugada,

Fuma, fuma no se cansa de verte por la ventana.

 

 

 

Labios ebrios

 

 

 

Había permanecido a través de la marea

Alucinando tus labios, donde los niños y los

Ancianos olvidan sus días, como las olas

De un baile, en un vaivén de roja carnosidad.

 

Había renunciado ya a mis alcohólicos paseos

Vespertinos, esperando inútilmente la visita

De esos labios cada puesta de la tarde ¿volviste

A llegar tarde? No lo creo…

 

Entre amores descarnados puestos en cuatro

Patas, mi idiotez se disfrazaba de bella espuma

Ensalivada, como los ojos de un cadáver o de

Una ópera jubilosa, el ebrio sabor de tus labios

Se tornaba en un perfume afrodisiaco, embriagante.

 

No me importaba la resaca, permanecía, embobado

En tus labios de burdel, me acobijaban entre visuales

Al revés, preñados de olvido y recuerdos, como aquel

Árbol que vomitaba flores en diciembre y comía

Manzanas ácidas por la mañana, ¡perdido y ebrio!...

Judith Castañeda Suarí

 

 

 

Madera

 

 

Si quisiera, podría sacarle gemidos a un tronco; pero ahora no quiero, dijiste antes de cruzar las piernas debajo de la sábana, de mirar los restos de las últimas lluvias en el techo. Me conformé con sonreírle a la vieja guitarra, obsequio de graduación, con imaginarte en lugar de mi mano. Al fin, el bulto entre mis piernas degeneró en una hinchazón apenas visible. Y tú ofrecías tu desnudez a la luz de la ventana, a sus dedos que esparcían la sombra de la cortina en la alfombra: flores casi redondas en un césped de fibras marrón y polvo.

Después, varias noches, te aposté que no lo harías. Dejé ramas de eucalipto, trozos de canela y agujas de pino entre las almohadas, sobre la colcha. Nunca les hiciste caso; dormías de cara a la pared y despertabas con la canela enredada en el cabello, con las agujas prendidas a la playera. Eras otra, una desconocida ignorante de quien gritaba canciones de cuando éramos adolescentes, frente a los amigos y al cantinero, a un vaso de ginebra, tocando una guitarra sin oído ni cuerdas.

Luego te fuiste. “No quiero acostumbrarme a tu cara”, escupió una servilleta con errores ortográficos y tinta azul. La arrugué. En lugar de salir a buscarte, de vaciar la última botella de la alacena, descolgué la guitarra e inicié, más de diez veces, una canción con ese título. Escribí, con notas desafinadas como telón, frases en honor a las agujas de pino, a su perfume, a tus piernas blanquísimas junto a la ventana, a tus dedos arrojando la servilleta a la basura. Ninguna me gustó, eran una combinación de temas escuchados en el radio desde siempre.

La guitarra no volvió al muro; amaneció cada día en la cama. Unas zapatillas que olvidaste disimularon el clavo vacío. Miré el instrumento como si quisiera aprenderme la distancia entre las cuerdas. Lo abracé, lo metí entre mis piernas, puse un beso muy cerca de su oído; eras tú pero silenciosa, ida sin remedio.

Quise, por lo menos, traer el eco de tu voz. Sin graznidos ni gritos aflautados, algo semejante al hablar de un arpa. Y compré un método de guitarra fácil, un cancionero, en el puesto de la esquina.

Subí corriendo las escaleras. Pasé las páginas hasta llegar al final, imaginando que volvería a sentarme en la orilla de la cama, contigo sobre las piernas. Líneas, pequeños óvalos negros puestos en forma ascendente, letras donde culpaban a una “usted” por las noches de insomnio. Nada. Los eché a la basura y abracé la guitarra. Unos cuantos rasgueteos generaron escobazos y patadas por encima del candelabro, más allá del techo, en el tercer piso.

La observé. Sus curvas anchas, el cuello de una jirafa. Era alguien a quien puedo encontrarme en la calle –bolsa con chupones estampados, pañales, biberones, un niño en brazos, el otro parte de su cuerpo–; no tú. Pero en ella se escondían tus piernas y tu talle, el hueco en medio de tu pecho. Estabas en una celda de nudos, barniz y cuerdas; yo sabría sacarte. A golpe de cincel y martillo retiré el mástil, el aro y la tapa trasera. El instrumento quedó a media habitación. Fue un rescate frustrado; sólo faltaba una silueta hecha con gis blanco para marcar el lugar donde se encontró a la occisa.

Apilé los restos en una esquina, junto a la puerta. Aún te vestí de miradas, aún permanecías quieta, esperando, contrario a tu costumbre, el auxilio de manos ajenas. Te recordé siendo una niña rubia, flaca, corriendo con un tronco rescatado del mar. Lo arrastrabas, el ramaje seco disolvía tus huellas en líneas de clave morse. Vamos a encender una fogata, te dije, recuerdo, mientras observabas esos brazos abiertos, esos dedos crispados. No, contestaste sin separar tus ojos de la corteza negruzca, es un tótem, los apaches podrían matarnos si se enteran que su antepasado murió en un auto de fe. Amenazas detrás de nuestra huida, hachas en alto. No insistí; tampoco quería pesadillas.

Y uní los restos de guitarra para formar un tótem. Los acomodé entre las almohadas y dormí cada noche abrazado a ellos, a tu cuerpo nacido de la madera, escuchando tu voz, idéntica a la de las cuerdas.

Rodolfo Girón

 

 

 

Daniel Robles Sasso o soliloquear durante la fiesta


 

Alguien se desarticula rumba, nómbrase caballo artero, río de profundas travesuras. Deudor aniquilado por su propia siembra. Alguien se dice retrocede, empuja, y al final respinga porque esto no es una batalla, aunque el arsenal de su locura tenga al borde de los hemisferios, esa comezón acribillada de ti. Alguien levanta un lenguaje desde una región intraducible, mancilla doradas afirmaciones que gravitan sobre la cornisa a donde la cantiga del nihilista se volvió confesa estupidez. Alguien se recuerda y se edifica bajo el solar reclutamiento de la muerte. Y se ausenta de labrador hasta escribiente. Y muertean los frutos del nómada en las alacenas donde steak se manufactura desde fuera el hambre de la res. Como suplantar lo enfermo por una oquedad nostálgica. Como resultar imponiendo nuevamente la espina entre los labios de esta historia. Alguien no recordó dejar abierta la herida. Alguien olvidó la llave del dolor en la cerradura de esa celda gris del norte en la que los pájaros son la chispa que decanta al polvo. Alguien dejó dicha la curvatura del árbol, y fumigó con sonrisas y negaciones, el futuro canto alimenticio que ó tanto alababa. Alguien no nos dijo propiedad y se pintó el llanto de naranja. No nos invocó velero o movimiento de acelerada palabra. Alguien se quebró, ahora mismo, alguien se ha quebrado desde el ayer hasta el cinismo. Lo hace a cada rato, ternura no mía, debes de saber esta ficticia brevedad de una sinrazón apoltronada sobre la otra. Debes de enmudecer hasta el cataclismo consumado. No permitir que la neblina se instale entre tu madriguera. Alguien recurrió a la palabra alguien para atiborrar la desazón inusitada y tú respondes por la montaña, por el hot dog que te encrucijaste en la bodega del delirio. Alguien muere y la palabra no desaparece, pero compañera, estamos anclados a un puerto imaginario como dos vestigios de siglos lejanos; hechos marisma o abandono. Usted es alguien. Alguien no es usted y el espejo forjado para apropiarte de la luna o del aullido de los lobos, te fragmentó la solitaria forma de celebrar el crecimiento de la tundra sobre la orografía que has decidido simbolizar. Y sin embargo alguien desdibuja los esbozos de nuevas estatuas, rompe sus amarras, se costilla la memoria con una punzada de ebriedad cada dos horas. Alguien enfermo azulea su fuerza primitiva, remoja sus comentarios acerca de la solidaridad, y no riega el poema al cual nombra. Alguien, quien quiera que sea, ahora es ceniza y nada más.

 

Ángel Moisés Rojas

 

 

Mater Matuta

 

 

Llegó a destemplar los bosques secos.

Fijó la mirada en el ausente.

Acorazado del noctámbulo vuelo

                                         en rededor de vos.

 Me dio una nalgada

para responder

              por fin,

al fin,

             a seguir camino.

 

Extendió el brazo para no zaherir la planta del pie.

 

Llenó la alforja

con  la zaga oculta en mí

              desde hace años.

Ahora voy a la yerba,

a tumbarme un rato mientras el sol

                                                                  me vaporiza

para no caer como el muro humedecido.

 

Sé también de mi filo

cuando paso la higuera que no gusta de los cantos de Matralia.

 

 

 

 

 

Alba Tzuyuki Flores Romero

 

Ay, pero el agua
 

Para Gerardo Lino
 


Dios, la evolución de las especies, la vida y la muerte, el principio y el fin, lo que alienta, lo que da vida y, pero a la vez, mata. Todo lo anterior contenido en un vaso de agua: nuestra historia, el universo que somos.

Agua, que no sabe a nada, que no hace nada, pero que es caldo de cultivo, que lleva en sí misma milenios de avance biológico y es al mismo tiempo la imagen de uno mismo contenido por un dios que nos da forma, que nos “sostiene”, que nos valida (yo contengo a dios, por eso existo), y nos ayuda a explicarnos nuestro origen: me descubro en la imagen atónita del agua.

Muerte sin fin es un vaso de agua donde todo ocurre, donde está contenido el mundo. Como la mayoría de los poemas, nos descubre verdades, intuiciones. Al releerlo pensé inmediatamente en que se trataba de un poema filosófico, pero ¿qué obra no lo es? Bueno, quizá lo diferencia entre Muerte sin fin y otra es que aquí el propósito del poema debió haber sido desde el principio indagar en temas que permitieran entender y organizar la realidad, cavilar de dónde venimos e, inevitablemente, hacia dónde vamos (con todo lo que hay en medio).

“¡Oh inteligencia, soledad en llamas/que todo lo concibe sin crearlo!” Muerte sin fin habla del alma, del amor, la ilusión, el sueño, la inteligencia, el descubrimiento: todos esos elementos presentes en nuestra vida son expresados en el poema pero no siempre con total seriedad, hay un dejo de humor, un toque de ironía que nos hace dudar o mover la cabeza en señal de afirmación: “ay amor, que se ahoga, /ay en un vaso de agua”. Es que el mismo Gorostiza debió haber dudado a la hora de crear Muerte sin fin, porque a pesar de sus “certezas poéticas”, si uno busca explicar algo, es porque no lo entiende.


ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.


 

Por eso dice David Huerta que es un poema que está aún por desentrañarse; porque además de sus profundidades, como se ha indicado, tiene también sus chascarrillos, su toque de humor, es la forma de mezclar lo culto con lo popular, lo insondable con lo llano. Es la manera de decirnos, sí, me estoy poniendo filosófico, pero calma.

En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
―ciertamente.

Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus belfos florecientes,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.

También hay descansos, la oportunidad para reposar del éxtasis, como en “Tan tan, quién es, es el diablo”, una especie de intermedio o entreacto colocado entre los conceptos más profundos que hay en el poema.

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel

Ay, pero el agua,
Ay si no sabe a nada.

[BAILE]

Muerte sin fin no da respuestas, pero abre el camino hacia propias preguntas, nos deja estupefactos ante un vaso de agua (el que podemos tener en el buró), que pareciera no incluir ningún ingrediente significativo y que sin embargo contiene todo lo esencial para la vida.

Izah Sofía

 

Tu ser así se amerita en lo dicho

 

Julio César Lino Pérez

 

 

 

El Tino

 

[incipit]

 

Yo he visto esta Ciudad de Ángeles caer desde la noche del sueño inmundo (pesadilla-engaño) en que fue fundada como descanso de mercaderes y asesinos de almas; aquellos que aún reposan sobre la muerte de tantas y tantos en nombre de Dios. Profanos e hipócritas aquellos que juren en nombre del Señor: mirarán mi cuchillo sangrante hundir sus fríos corazones. Yo los he visto caminar las calles y he andado junto a ustedes. Ebrios pueriles, drogadictos enfermizos, libertinos asquerosos,  promiscuos indecentes: nadie mejor que yo para reconocerlos en la profundidad de sus cuerpos llenos de vicio y placer mundano. Yo los he estado observando desde el tiempo anterior, desde que sus viejos pisaron el lodo de estas tierras por primera vez, donde no fue el águila y la serpiente sino el ajolote, el sapo y la babosa, donde nadie miraba sino la tierra extensa y fértil de las haciendas de Castillotla, de Mayorazgo y a lo lejos el camino que iba para Atlixco entre cerros pequeños y pueblos tristes y escondidos que nadie miraba; o acaso miraron el cielo extenso que lloraba sobre un lugar que ascendía a la jerarquía del Cielo. Yo llegué con ellos y he estado aquí desde entonces, siguiendo sus pasos maltrechos y viendo el producto de la fornicación que extiende a cada momento estos lugares más al sur y amontona los hogares, sin remedio para la cabrona hambre y la suciedad que humedece la nariz con su olor a podredumbre y mugre.

Venimos del hartazgo y hemos regresado. Ahora somos dueños de nuestros hogares insatisfechos y deteriorados, esa es la única diferencia. Ya habíamos vivido esto en las vecindades viejas del centro de la ciudad y en las calles donde sobrevivíamos las noches en vigilia recordando nuestros pueblos agotados por la pobreza, y la poca vida que de ella podía emanar. Para ello habíamos dejado a nuestros padres mirando nuestras espaldas cargadas de chamacos y maletas que no llevaban nada sino una esperanza pequeñita hecha de aire puro, de guajesitos, de tortilla, de calabaza dulce, de aguacate, de acociles, de yerbas que refrescaban el paladar y la barriga para aguantar un destino indefinible y que no tenía salida. Cargados así, nuestros apás nos miraron y, cuando desaparecimos de su vista, sus lágrimas asomaron y mojaron el polvo que se endurecía como nuestros cuerpos fríos con la lluvia. Nuestro camino nos trajo hasta acá, a esta ciudad de cuatro siglos que comenzaba y terminaba, según se viera, en agua estancada y en un cerro que guiaba hacia La Malinche, donde el pulque es suave y rico para los bebedores. Tiempo antes ya habíamos trazado los caminos. Nos redescubrimos y nos alegramos. Recordamos el baile y la fiesta donde el mole y los frijoles nunca faltaban. A veces, esta alegría, tan grande y desbordada, nos hacía llorar. Llorábamos como chiquillos mientras despedíamos a los amigos que cruzaban por San Francisco para volver a casa; mientras tanto, no nos quedaba más que mirar al oriente donde el inicio de nuestros días y nuestras historias comenzaba.

Yo he estado aquí desde aquellos días, les digo. Yo he vivido siempre al lado suyo como una sombra que crece y se desvanece cuando nace la luz para ser día o el ocaso se hace noche oscura como nuestros cuerpos. Yo he habitado sus moradas desde sus primeros cimientos, que fueron láminas llenas de óxido y corchos que las mantenían erguidas. Yo nací un día de Dios y, como ustedes, lacras, la tentación del que habita las Tinieblas me llevó a los vicios más corruptos. Sigo aquí y los persigo con estos ojos que han visto esta Ciudad de Ángeles de trecho en trecho ir cayendo desde la cúpula de esas tontas esperanzas quemadas en cuanto, como a niño asesinado, nos sepultaron los Otros con su mirada indiferente y sus oídos sordos. Soy el que no tiene voz, el que habita las sombras, el que algún día, Dios mediante, ascenderá al mismo Reino de los Cielos desde esta Ciudad de Ángeles…

 

Abelardo López Díaz

 

 

 

Sombras e identidad

 

 

Sjnak’obal Jnak’obal es el nombre de un grupo juvenil de teatro y baile, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Está compuesto por dos palabras en tzotzil: la primera significa “mi sombra” y la segunda significa “la sombra de“; puede ser la sombra de una silla, de una roca, de un árbol, etcétera.

 

Ahora bien, hay dos sombras: la que puede moverse y en ella se encuentra una identidad, historia y libertad; la otra sombra no tiene libertad de movimiento, identidad o historia, como por ejemplo un árbol.

 

Pero resulta que cuando entras en la sombra del árbol, pierdes tu sombra, dejas de ser tú, y ahora formas parte de ella: pierdes tu identidad, historia y libertad. Cuando sales de aquella sombra, vuelves a ser tú y decides en dónde estar.

 

Esta idea surge cuando nosotros emigramos del campo a la ciudad: en ella encontramos la sombra que tiende la sociedad; en ella perdimos nuestra identidad, libertad, nuestra historia y dignidad.

 

Ahora nosotros, los hijos del pasado que resuena en el presente tratamos de salir de la sombra.

Homenaje a los pueblos del sur de México

 

Arturo Pacheco Lugo ................ sax soprano

Emiliano Pacheco  ...................... piano

Gerardo Noriega .......................... bajo

Luis Reyna

 

 

Jazz & Charly

 

 

Tirado en un sillón rojo, desnudo, demasiado delgado y débil, sonríe, está en su ’luna de miel’, un, dos, tres, ‘flash’, enrojecen sus mejillas, se expande un líquido placer, sube y baja, la piel es sangre, la sangre metálica brilla en los ojos de Charly, los dedos también, tiemblan, no, digitan, muy rápido, la sonrisa se extiende sobre su cara, los dientes otrora blancos deambulan por la habitación, el tiempo ya no se mide en segundos, se mide en notas musicales. RE: es un solo de cacahuates con sal, estira su lengua viscosa para alcanzarlos, una mano de marfil levanta sus notas, abre la boca y la sal entra en torbellino, sonríe, vive una “Vida de Aves”, vomita hiel. Cae al abismo del sillón, rojo como la comisura de su boca. ¡Ay Charly!, la voz de su madre le recuerda que ya es un hombre, pero él ve su cuerpo y solo tiene 15 años, es flaco y niño, su mujer espera un bebé, él toca una tuba que no puede cargar, el llanto del bebé es metálico de nuevo y le hierve la sangre dorada que fluye en él. ¡Hijo!, grita Charly, pero su vocecita es un trino de piano que baila en un salón blanco cubierto de cortinas. ¡Madre!, grita de nuevo, ella le trae un regalo envuelto en paños azules, en terciopelo brillante, mi niño aquí va tu padre, aquí va mi padre, aquí va mi llanto, mi niño. Charly se levanta del sillón rojo, tropieza con su vómito al fondo del cuarto donde yace, yace también en la esquina un saxofón. Gracias mami. Se arrastra pero el camino es un río de rostros, los mira, le hablan pero no les entiende. LA: es una cadena negra que cuelga del cuello de su abuelo, se arrastra, con una lentitud de oruga. DO: es un desfile de negros que caminan al atardecer, sus bellas espaldas reciben latigazos. MI: un cielo abrasador es alcanzado por los rascacielos de Nueva York. Se arrastra pero sus manos sudan y un ligero dolor aparece, es su madre de nuevo, ¡Hijo¡, escucha el rechinar de los dientes de su madre. Charly llega por fin al sax. El mundo ha sido salvado. Sopla la boquilla. FA: es un hombre hambriento que llora porque no tiene un traje para ir a Harlem y besar a su novia. Charly llora pero no llora él, lloran sus manos. Charly ríe, pero no ríe él, ríen sus manos. Le queda la boca seca, le duelen los ojos, respira lentamente. Tiene hambre y quiere ir al baño. Prefiere mirarse al espejo. Es un hombre anciano, ¿Soy esta sinfonía sin argumento?, se pregunta. Su pie lleva un ritmo, lo sigue su mano. ¿Soy este negro?, duda. Pero su voz viaja en los ventrículos de Sax. ¿Soy esto?, pregunta al espejo, el espejo le devuelve un golpe musical que le hace soñar. El sillón rojo lo espera con su delicada tela de terciopelo que brilla aún, a pesar del tiempo. En las calles de Nueva York los chicos malos grafitean “BIRD LIVES” y pelean entre ellos con cuchillos y gritos de ausencia.

 

 

 

Helmut Findeiß

Mühldorf, Bayern, Germany

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