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Natali Flores

 

 

Retrato

 

 

 

eres mi pintura en los brazos

estás conmigo en este cuadro

inamovible aún con tantas miradas

y con el silencio de voz en voz

eres un marco

y estoy en los ojos del cristal

los miro mientras sigue pasando nada

entonces me arranco los hilos

eres el pincel alejado de los dedos

pero somos colores opacos

enterrados en las uñas

enterrados en ayeres


Alejandro Dato

 

La vida breve de los peces

 

 

 

Sería otra mi vida sin los pescados. Mi viejo se dedica a la pesca desde los nueve años. Mis primos, mis tíos, mis abuelos (y podría seguir), son y fueron pescadores. En las fiestas familiares comíamos pasta, mariscos y pescado. Es un recuerdo fuerte el de las fiestas, lleno de gritos y de jodas. Después de comer, jugábamos a las cartas por plata y se hablaba de pescado. A la madrugada no era raro que apareciera de repente algún tío travestido. Todos intentando tocarle el culo, saltando y corriendo de acá para allá. Y bailábamos la tarantela, la del sur, que es la que yo conozco; un baile con el carácter del toreo y el cortejo gitano.
La familia viene de Bagnara, un pueblito de pescadores al sur de Calabria, a orillas del Tirreno. Desde su playa se ve Sicilia y a su espalda, la montaña. A principios de la década del sesenta, cuentan, la vida era dura y sin premios en Bagnara. Por eso se fueron para Necochea y se quedaron en mar argentino haciendo lo que sabían: tirar redes y levantar pescado.
Supongo que habrá sido una reacción a la abundancia, el caso es que yo nunca fui un aficionado al pescado, quiero decir que no me atraían especialmente sus sabores; de los mariscos estaba todavía más apartado, pero mi recuerdo, ya se ve, está lleno de peces innominados y otras especies del mar.
Retengo la imagen de un caparazón sobre el patio de portland de mi abuela. Medía casi un metro de largo y era de una tortuga marina que nos habíamos comido. No me acuerdo del plato cocinado y servido en la mesa. No sé si lo probé o escuché decir que tenía un sabor parecido al pollo, pero más sabroso.
El patio de mi abuela atrae otros recuerdos, como el de una prima que me contaba que los pescados no podían dormir porque no tenían párpados. Poco tiempo después, una noche que dormí en su casa, se levantó sonámbula; no me acuerdo qué decía, pero me gustaría saberlo ahora. Andaríamos por los nueve años. Con esa prima nos casábamos de mentira y después nos íbamos al galpón de mi abuela a frotarnos.
Entre aquellos retozos de sexualidad infantil me encontró la llegada de la catequesis, y fue por entonces cuando por primera vez le tuve miedo al fin del mundo. Miraba una tormenta fulera y sin viento, que no se desataba, y pensaba, como los galos, si el cielo se nos viene encima...
Si no estoy mintiendo, en esos días se estrenaba en el cine Tiburón, un pescado muy querido por la familia. Permitió levantar casas y comprar coches y barcos. Ahora casi no hay tiburones. Los buques factoría japoneses diezmaron la zona a espaldas de la prefectura, y parte de la familia se fue al sur, a Caleta Olivia, a Rawson, por esos lados donde hay más pesca. Los primeros en irse, hace unos años, se hicieron ricos con una racha de langostinos, pero yo no pude verlo. Tengo sí imágenes de dos décadas atrás, del puerto de Necochea en temporada de tiburones. La descarga a tierra de los cajones y los camiones esperando.
El oficio de la pesca está lleno de esperas, en la tierra y en el mar, y lo pescado a veces también espera. La agonía del tiburón, por ejemplo, puede ser larga; lo normal es procurarles un remate en cubierta antes de pasarlos a la bodega, pero algunos sobreviven por distracción del que faena o por propia resistencia. En la pesca con lanchas amarillas, esas que no tienen más de quince metros de eslora, el tiempo entre la suba de tramallos y la descarga en el muelle puede ser de medio día o más. Doce horas fuera del agua, apilados en la bodega, y algunos tiburones todavía se contorsionan cuando los suben a tierra.
Pienso ahora en lo que decía mi prima y me imagino los ojos estáticos de los tiburones mirando grúas y cables mientras los descargan. Me pregunto si se adaptarán a la luminosidad de la superficie. Cómo verán.
Es imposible leer reacciones en los ojos de los peces. La única expresión que tienen está en sus rasgos constitutivos: más afilados en los tiburones, como atontados en los pulpos, alarmados o nerviosos en el pejerrey; pero estos rasgos son invariables, marcan el género y no el momento.
Allá por la adolescencia, sobre la heladera de casa había un frasco grande de aceitunas donde teníamos una mojarrita que miraba todo con atención. El palco, así le decía mi vieja al frasco. Nuestra mojarrita tenía una buena panorámica de la cocina (con ventanas a la calle), tenía la animación de las amigas de mi vieja, y nos tenía a mi hermano y a mí que le dábamos pan. Como era de esperarse, se murió en pocos días y la tiramos al tacho de basura.
Este recuerdo lo tuve oculto por muchísimo tiempo y lo trajo a la superficie la lectura de Moby Dick (en una traducción espantosa). Hacía un par de años que mi curiosidad le rondaba a este libro
sin decidirse, más precisamente desde que leí, en la revista dominical de un diario capitalino, el origen de la anécdota en la que se basó Melville. La historia fue rescatada por los sobrevivientes de un ballenero hundido (lo que no cuenta la novela), algunos de los cuales se habían visto obligados a comer carne humana para subsistir en la deriva de los botes. Hablaban de una ballena con cicatrices y arpones quebrados en el lomo, que primero se mantuvo observando el buque a distancia y después arremetió con su cabeza contra el casco. Un comportamiento inaudito en una ballena (que cuando ataca lo hace con la cola), que expresaba una vieja vindicación igual de inaudita.
Mi viejo, menos espectacular, contaba del peligro de las ballenas cuando les pica el lomo. A él le había pasado dos veces. La ballena se rasca con el casco del barco y se va; el problema, dice mi viejo, es para las embarcaciones chicas. Podés dar una vuelta de campana y no contar el cuento. El tamaño es algo que siempre importa en el mar, y la vida del pescador está llena de cuentos.
No hace mucho conocí en un pueblito de Calabria al primo de mi viejo. Se llama Mineo, como mi viejo. Comimos en su casa un mediodía y nos reímos con anécdotas de la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa, que tenía de primera mano. Nos invitó con un vino casero que había hecho él (en la región esto es común), y dos platos de pescadillas para empezar.
La pescadilla no sé qué pescado es, pero, como lo sugiere su nombre, es una cría. Se presenta, si no me falla la memoria, con aceite y ají molido, se comen crudas y con pan. Las probé porque sentado ya a la mesa no se puede rechazar el convite, pero lo único que rescato es su falta de espinas.
Es curiosa la disposición ósea de los peces: el abanico de la cola, el tronco del espinazo, la secuencia de espinas y la cabeza. Nadie va a hablar de huesos refiriéndose a un pescado porque es más parecido a las plantas, decía mi prima, como una rosa plateada con olor recio. Espinas raras las del pescado, pienso yo, que defienden el cadáver en su plato buscando la garganta.

Pies

 

 

Los pies van cansados;

han sido contagiados del espíritu,

sonríen a un cruce y se dan la vuelta

llegan a una banca y se maravillan con el faro.

 

Los pies van hambrientos

y comen calles,

ansían mañanas

pero duermen.

 

Los pies van tan asustados

como los héroes,

siguen ante su derrota

se quiebran a solas,

se caen por las noches.

 

Los pies van, sólo van.

Los pies no vuelven, se cansan.

 

César Romero

 

 

 

 

La hora desleal entre las flores,

la hora que atrapa el sol

y lo arroja en el agua.

 

La hora que te abruma,

hace volver el tiempo en ti,

te crea otra vez

cuando extravías una pestaña.

 

El pozo en la hora.

Si es que allí rueda una piedra

su eco te devuelve lo que transcurre,

la distancia.

Entonces tu sombra

cruza de una brazada

lo que no es preciso sostener.

Habla la estrella en tu entrecejo,

cuando este sueño

tan oscuro.

Las traineras vacías

la niebla tendida en la marisma.

¿Qué habla?

Todas las fronteras en una

constelación.

El camino se ofrece

pero quédate.

#núm.

Andrea Barreto

 

Gripe estacional

 

 

 

Yo no sé cómo hacen las mujeres para contestar las preguntas sobre fechas exactas de sangrado menstrual. ¿Quién recuerda con exactitud el día de su último ataque de hipo o el programa de televisión que escuchaba mientras se recortaba las uñas? Con el perdón prehispánico, las actividades cíclicas se vuelven tan comunes que forman parte del paisaje diario. Nadie nota ya a los vagos bajo el puente o a los muertos de Ciudad Juárez. ¿Suponía el doctor que yo recordara cuándo me golpeó la enfermedad?

No podría decir que sentí en mis entrañas una célula siendo atacada el 15 de enero o que estornudé con especial fuerza mientras caminaba bajo el sol del lunes a mediodía; pero calculo que todo empezó por ahí del 16 de abril en la madrugada.

Había decidido tomarme un descanso del trabajo, que me ahorraba porque una bandada de estudiantes hacía servicio social en mi área, viajando a la costa más cercana.

Ese mismo día de abril, en un bar, palpé con el aliento unos ojos negros de provincia que disparaban abismos entre ocasionales tragos de cerveza. Nada pasaba. Quizá fuera mejor así. Casi siempre me opongo a romper la ilusión de estar observando un ser de belleza mística, que se me antoja con dolor de omóplatos por el crecimiento de las alas. Prefiero el romantiquísimo ideal de contemplación, el ejercicio imaginativo de hilar historias que explicaran el realismo de esa presencia.

 Claro que yo no tenía el control de la situación. Ya la cantidad de alcohol en mis venas rebasaba mi sensatez y decidí irme a dormir. Caminé más o menos la distancia entre dos estaciones lejanas del metro en el anonimato de la oscuridad {No puedo explicar qué partícula flota en el aire de la costa que lo hace a uno sentirse infinito, con los dioses de su lado: en la costa no existe malicia, sólo la placidez de las aguas del origen}. Sentí en la nuca un escalofrío: la alarma más eficaz contra los robos. Giré discretamente la cabeza y la vi con la fluidez de su transparencia: sus ojos negros me perseguían desde el bar.

Me tropecé con un hoyo en la arena y casi me caigo. Pensé que quizá había confiado en la vieja creencia de que el alcohol en la playa es menos tramposo que en la ciudad y me senté en la arena. No recuerdo mucho de esa noche: en la costa el alcohol también traiciona. Entre parpadeos, como si sus ojos fueran un flash, de pronto nos besábamos con violencia, como si más allá de nuestras lenguas se encontrara el sentido de nuestra existencia; luego un instante de diferencia entre tantear el terreno acariciando el borde de tu ropa interior y tenerla entre mis manos; la ola, esa ola que se llevó tu ropa interior y mi sentido del pudor –tú ya lo traías perdido.

Sin miedo a equivocar los hechos con las opiniones del alcohol, puedo nombrar un momento que recuerdo con total lucidez: el aire me faltó de pronto y tuve que inhalar profundamente, como si el alma se me estuviera escapando en las exhalaciones. Sentí como si abriera una ventana hacia afuera de mi cuerpo para dejar entrar la lluvia. Ella era la lluvia, la mujer de piel jaguar. No recuerdo su nombre. No sé en qué momento se fue o si yo me fui primero.

Mi memoria brinca hasta que me encontraba frente a la puerta de mi cuarto y notaba que no traía la llave. Gracias a mi embriaguez, no encontré problema en dormir en la arena por un rato. La noche pasó pronto y antes de tener frío, encontré al dueño del lugar, quien abrió mi cuarto y, bueno, el resto es historia innecesaria.

Menciono esto porque recuerdo haber tosido tuberculosamente al día siguiente. Lo atribuí a mis pulmones asmáticos carcomidos por el humo de cigarro usual en las noches de embriaguez y de ojos negrísimos. Quizá hasta yo mismo hubiera aceptado un cigarro post-coital, no recuerdo.

Y pasó como si todo y como si nada: como una gripe estacional.

Lo peor vino al regreso.

Primero fueron las articulaciones de mis codos que se quejaban del regreso a la rutina a gritos; llegué a pensar que aquel 16 de abril me había caído aunque no lo recordara. {Ahora reflexiono que pudo haber sido la secuela tardía de algún golpe del pasado, quizá de aquella vez que por mirar a las muchachas me caí de la reja del instituto para señoritas.} Luego protestaron mis rodillas haciéndome gastar en taxis de ida y de regreso del trabajo: subir escalones se volvía un ejercicio tortuoso en el que la gravedad parecía estar castigándome.

Olvidaba mencionar que aquella noche de abril, la piel jaguar de aquella mujer me rozó por un segundo mientras buscaba el baño. De esos segundos que duran más que un examen de próstata. Sentí su olor a muchos metros sobre el mar, el aroma de una dermis acostumbrada a las partículas de polvo que vuelan desde la ciudad. También eso pudo provocarme la tos.

Regresando a mi punto, tres días después fue la garganta. Me repugnaba la necesidad imperiosa que me dominaba de escupir por no poder tragar saliva. Viéndolo por el lado amable, bajé al menos dos kilos porque sólo aguantaba comer gelatina previamente cortada en tamaño bocado. Las palabras fueron desapareciendo de mi boca, decía lo estrictamente necesario -aunque no es como si alguna vez hubiera sido una persona muy extrovertida-. Parecía que todavía tenía la lengua de aquella mujer misteriosa atravesada en la garganta.

Al otro día parecía Julieta con el corazón roto: mis ojos lloraban con autonomía, lluviándome la mirada. Carajo, la gente en el trabajo me miraba con lástima, como si tuviera una pena más grande que el estar siendo devorado por la rutina de la capital.

Una semana duró la peor parte de mis dolencias. Una semana más larga que un examen de próstata. Después eran apenas molestias que se había vuelto parte de mí como respirar profundamente veintiún veces antes de levantarme de la cama,  inventar conjeturas sobre lo que sucedió con la llave de mi cuarto en la costa o recrear las formas de linaje jaguar frente al espejo. Supongo que no haber seguido el tratamiento de medicina occidental debía tener esa consecuencia, pero confío en mi cuerpo asmático. Confío en la profunda sabiduría de un sistema tan primitivo, confío en su capacidad de expulsar como una flema espesa todo cuerpo agresivo.

François Boissier de Sauvages me hubiera golpeado con su manuscrito de Dissertation medica atque ludicra de amore si me hubiera escuchado contándole a mi jefe sobre la gripe estacional que creía haber pescado en la costa.

Definitivamente se hubiera reído de mí al verme pensando en aquel ser místico mientras mantenía en mi boca un trago de café en el afán de absorber todo su sabor.

Se hubiera regresado, satisfecho, a su tumba de haber notado el sudor frío en la espalda cuando entendí mi gripe estacional: frente a mí se dibujaba un ser místico con una llave colgada al cuello, el trago de café había desaparecido, absorbida por mi lengua. Ese sorbo de cafeína se había vuelto parte de mí como la enfermedad de primavera, como ese ser celestial que me duele, para siempre, en todo el cuerpo.

Abelardo López Díaz

 

 

Jóvenes

 

 

Los he visto antes y ellos creen que ocultarse en la sombra de la pared es un buen escondite. Lo cierto es que el sol come toda sombra, come el tiempo, come los sueños. Las miradas clavadas al suelo buscan objetivos perdidos: la tristeza pasa a pasos lentos y tiene miedo de mirar el cielo azul plácido, gris, nubes negras y tiene ganas de llorar. Hoy que sólo cumplen veinte años, se sienten viejos para andar: prefieren estar sentados viendo el río y patos nadar de plumas blancas y se desnudan a la vista del sol. Toman aire para sumergir su cabeza en la oscuridad para buscar un poco de paz. Círculo verde colgado en los brazos del árbol, camina despacio como si esperara algo, un milagro, se cansa, se queja y grita. Silba un momento y canta el viento y levanta viejos recuerdos: se cobija en los pies heridos del suelo. Pájaro de alas rotas: ahora es mejor caminar que volar y así podrás saber cómo se siente perderse en las múltiples veredas. Te veo bajar y tu caminar es triste; me pregunto en donde irás vestida de lágrimas; errante te encuentras como cualquier otra hoja caída de algún lugar, giras la cabeza y me dices adiós con una sonrisa y te vas. Los rayos del sol calientan poco ahora, puntos blancos caen del cielo y el sol ciega los ojos.

 

 

 

 

Niña

 

 

Un jueves a las cuatro cuarenta de la tarde te vi: caminabas apresuradamente frente al sol con los ojos al suelo, tu cabello castaño suelto jugaba con el viento, tu playera blanca reflejaba el cuerpo de la luz, muerta atrapada en tu pecho, tu rostro reflejaba confusión y tristeza. Las rocas de distintos colores y tamaños regados en la calle te impedían acelerar tus pasos. Tus brazos como péndulos llamaban la atención de las personas. Gradualmente yo me acercaba a ti y un sujeto con el cabello corto, con los ojos llenos de enojos, con una camiseta negra, con un pantalón grande de color azul, con los pasos más acelerados, con sus manos llenas de venas, te tomó los hombros y con una fuerza determinada te aplastó en el suelo. Tú, con tus ojos llenos de miedo, miraste al cielo y buscaste sus ojos y al encontrarlos, él te dio un puñetazo en la boca, no gritaste y se fue a pasos acelerados y tú, sentada en el suelo con tus manos en la cara. Después de unos instantes te paraste, te abrazaste, caminaste y en tu labio izquierdo brotaba sangre. Pasaste enfrente de mí con tu dolor, con tus lágrimas, con tu tristeza, con tu humillación y seguiste caminando sin detenerte bajo el cielo luz de sol. No sé cuál es tu nombre. No sé en dónde vives. No sé cuántos años tienes. Ni tampoco sé a dónde vas. Pero lo que sí sé es que la sociedad es una mierda.

Traslascitas

Miriana Savova  (19 de abril de 1957)  

Sofia, Bulgaria

Sylvia Plath

 

 

 

A serene sense of the slow inevitability of the gradual changes in the earth's crust comes over me. A consuming love, not of a god, but of the clean unbroken sense that the rocks which are nameless, the waves which are nameless, the ragged grass which is nameless, are all defined momentarily through the consciousness of the being who observes them. With the sun burning into rock, and flesh, and the wind ruffling grass and hair, there is an awareness that the blind immense unconscious impersonal and neutral forces will endure, and that the fragile, miraculously knit organism which interprets them, endows them with meaning, will move about for a little, then falter, fail, and decompose at last into the anonymous soil, voiceless, faceless, without identity. 

 

Sylvia Plath, Journal, summer of 1951 (she was 19)

 

 

 

Me invade una apacible sensación de la lenta inevitabilidad de los cambios graduales en la corteza de la Tierra. Un amor incontenible, no de un dios, sino de la clara, intacta sensación de que las rocas que son sin nombre, las olas que son sin nombre, la hierba que es sin nombre, son todas  momentáneamente definidas por la conciencia del ser que las observa. El sol arde en la roca, en la carne, el viento encrespa la hierba y los cabellos, y aparece entonces la certeza de que las fuerzas ciegas inmensas inconscientes impersonales y neutrales perdurarán, y de que el frágil organismo milagrosamente entretejido que las interpreta, que las dota de significado, andará un tiempo de acá para allá, y luego de flaquear y caer, se descompondrá al fin en el suelo anónimo, sin voz, sin rostro, sin identidad.  

 

Sylvia Plath, Diario, verano de 1951 (tenía 19 años)

 

Co-traducción de Franca Borsani y Gerardo Lino

 

Franca Borsani (Rosario, Argentina, 1 de enero de 1977)

Del Seudodiccionario del Diablo

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