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Ingrid Valencia

 

Nacida el 31 de enero de 1987 en Puebla de Zaragoza. Estudiante de Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Algunos de sus poemas aparecen en la antología Moebius: Memoria del encuentro 2010, poetas nacidos en los ochentas, además ha publicado en periódicos de circulación estatal. Coordinó los números 5, 6 y 7 de la Revista de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras Cuatro patios de la BUAP.

 

 

 

Sin mañana

 

 

Esta ciudad de esquinas y aquel hombre son la rama que nos sujeta.

Cierra los ojos, cuervo. No mires el cielo moreno de maguey. Yo no sé domesticar la pupila.

Bebo de la rama para morir donde ardan las ganas

de ser los niños que fuimos, tras las cortinas, bajo la cama y con los dedos.

Dedos de mezcal verde y sur,

la noria de la montaña eléctrica, un carrusel vertical para mirar tan alto y tan bajo.

Esta ciudad, no te dije,

lleva las puertas en la espalda:

Hoyos de testigo colgante por las cuerdas de un arpa

con mensajes largos.

Porque lo dijimos con el cielo entrañable,

desollado,

y nos miramos la lengua

porque sí, porque nos íbamos a otra casa

con luz verde

a buscar el filo de lo hermoso que sepulta el grito,

esta mentira

del primer ojo.

Para nacer después

renuncio aquí, desde el tacto,

donde falta el agua.

Nos cogeremos con todas las manos y abriremos la garganta bajo la lluvia de listones negros.

El verde caerá en otro sitio

en dientes,

en líquido,

en ruinas.

Porque haremos del cuerpo una casa para deshabitar

para lamer la cal de los escombros:

la gota que escucho,

la fosa común.

Porque vamos

a otro sitio en besos de mezcal

para arrancar la piel de la calle

y mirar, cada día

sin mañana.

 

 

 

Bola ocho

 

 

Negras, las cosas negras. Agua de ceniza que baja por el cuerpo como las serpientes cuando dejan su piel. Abandonar todo de vez en cuando. Alumbrar el tiempo. Arrancar las ramas de un roble sólo para verlo desnudo, aunque el árbol adentro invada las arterias y la saliva de la tarde. Habría que despedirse con una rama entre los dientes, regresar a la tierra lo que se amó y mirar las manos, otras piedras. Encender el fósforo de la mirada y cada esquina de la boca. También se rompe lo que no se ve y cae desde todas partes. Aún gira el caleidoscopio, aún late la superficie de agua, aún acumulo el descanso de andar entre la gente, aún me muevo en la quietud. Aún me entrego al brillo cambiante. El muro cae sobre las raíces del asfalto, mi boca está petrificada de amanecer. Encajo los dedos en el lodo. Hay que mirar con más atención. Hay otras maneras de gritar. También la huída cae por dentro, uno avanza hacia allá, tan lejos, tan apenas la piel. Así los dedos, las piedras, el grito, la rama, las cosas de allá abajo. La luz negra señala el edificio más alto. Estos huesos de cartón, mis pertenencias, estas uñas de inmortalidad subterránea. La tierra disimula los cadáveres. La tierra abraza. Ninguna forma es tan pequeña que no pueda nombrarse. La luz es un cuerpo. La luz es un cilindro, quizá una lengua que lame la espalda para marcar lo que no fue pero existe, aquí está lo que se fue con el humo, las medusas detrás de las nubes. El comienzo es la firme partida de un abandono, ese instante en el que el pianista se incorpora en la silla, agita las manos, mira las notas y se va. Negras, las cosas negras.

 

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